Miguel Ángel Capriles López, conocido como “Michu”, encarna la metamorfosis de la élite venezolana en una clase parasitaria que aprendió a sobrevivir a todos los regímenes. Heredero del magnate de la prensa Miguel Ángel Capriles Ayala y de Carmen Cecilia López Lugo, fue el único varón entre siete hermanos —Mayra, Tanya, Mishka, Perla, María Pía y Cora Capriles López— y el único que convirtió el apellido familiar en un símbolo de corrupción, poder y decadencia.
A la muerte de su padre en 1996, Michu ejecutó una de las operaciones más calculadas de despojo familiar en la historia reciente de Venezuela. Con la complicidad de su madre y un grupo de jueces y abogados corruptos, desplazó a la segunda esposa de su padre, Magaly Cannizzaro, y a su medio hermano, Miguel Ángel Capriles Cannizzaro, de su herencia legítima. Mediante un entramado judicial amañado, se apoderó del holding familiar, Vadesa, valorado en más de 700 millones de dólares. Aquella maniobra, respaldada por bufetes como los de Allan Brewer Carías y Ángel Bernardo Viso, contó con el apoyo del llamado “Cartel de Damasco”, un grupo de magistrados que hizo del fraude una institución.
Desde ese momento, Michu perfeccionó su habilidad para convertir la ley en herramienta de saqueo. Con el control total del grupo Vadesa, vació cuentas, desvió fondos y manipuló activos. Vendió irregularmente el 13,6% de la Electricidad de Caracas a través del banco Brown Brothers Harriman, creó empresas de papel en las Islas Vírgenes Británicas y Panamá, y desapareció más de 420 millones de dólares de bancos como Merrill Lynch, Lehman Brothers y Banco Mercantil. Su modelo era simple: despojar, esconder y reinvertir.
Cuando Hugo Chávez llegó al poder, Michu no perdió terreno: se adaptó. Convirtió Últimas Noticias —el diario más leído de Venezuela— en el principal canal de propaganda del régimen. A cambio, obtuvo protección judicial, contratos de publicidad y acceso a divisas preferenciales. Y cuando el país colapsaba, vendió su conglomerado mediático bajo un disfraz de legalidad. La operación se realizó mediante una compañía fantasma registrada en Curazao, Latam Media Holding, vinculada a Hanson Asset Management de Londres. Detrás del montaje estaban los banqueros chavistas Víctor Vargas y Juan Carlos Escotet, bajo la supervisión de Nicolás Maduro. Fue una transacción de entre 140 y 185 millones de dólares que violó todas las leyes venezolanas sobre propiedad extranjera en medios, pero que sirvió para lavar capitales y sellar una alianza con el poder bolivariano.
Con la fortuna limpia, Michu trasladó su imperio a España. Desde Madrid dirige un enjambre de empresas inmobiliarias y financieras: Agartha Real Estate, Orinoquia Real Estate, Gran Roque Capital, Invecap Inversiones Inmobiliarias y Cadena Capriles Corp. En paralelo, controla sociedades en Panamá, Lisboa y Miami como Leblac Enterprises, MACL Castellana, Oikos Cap Gestiones Inmobiliarias, Ventuari Rentals, Grabados Nacionales y Unit 702 Tower Residences. Bajo la fachada de empresario del lujo, mueve el mismo dinero que desvió del patrimonio familiar y del Estado venezolano.
El clan Capriles sigue siendo una maquinaria perfectamente aceitada. Su hermana Tanya Capriles de Brillembourg está envuelta en demandas por el colapso del Brilla Bank en Miami. Su sobrino David Brillembourg ha sido señalado por desvíos de fondos públicos del Fondo Chino. Y su primo Armando “Coco” Capriles acumuló millones en operaciones financieras junto a Nelson Merentes y Tareck El Aissami.
Otro nombre que aparece en la red es el de Eduardo Capriles, primo de Michu y hermanastro de “Coco”. Empresario de fiestas, contratos petroleros y favores políticos, Eduardo se movió entre el lujo y la ilegalidad. Durante la pandemia fue protagonista de las “coronarumbas” en Altamira y Los Roques, con drogas, helicópteros y modelos extranjeras. Su nombre volvió a los titulares en 2025, tras la incautación de un jet Falcon 200 EX con matrícula falsa (T7-ESPRT) usado por Nicolás Maduro y Alex Saab, vinculado a una red de lavado de dinero investigada por el Departamento de Justicia de Estados Unidos. Hoy se esconde entre España y el sur de Francia, mientras sus socios intentan borrar el rastro de los contratos con PDVSA y Bariven. Su historia es un reflejo del apellido que lleva: poder sin responsabilidad, riqueza sin origen.
Pero la estrategia de Michu Capriles no se limita a los negocios. En los últimos años, ha extendido su influencia hacia los medios europeos a través de su pareja, Paula Quinteros, actual directora ejecutiva del medio español The Objective. Quinteros, que ha consolidado su imagen como empresaria de la comunicación independiente, ha servido como pantalla para limpiar la reputación de Michu dentro del circuito mediático ibérico. Bajo su gestión, The Objective ha recibido inversiones cruzadas de fondos inmobiliarios vinculados a las estructuras empresariales de Capriles en Madrid. La relación entre ambos va más allá del ámbito personal: constituye una alianza estratégica en la que la narrativa pública —la de la “libertad informativa” y el “periodismo ético”— encubre la operación de lavado de imagen y poder económico de una de las familias más cuestionadas de América Latina.
En el centro de la escena, Michu mantiene su fachada de empresario europeo. Pero son sus hijas quienes hoy encarnan la nueva estrategia del clan: el lavado de imagen. Magally, Mischka y Mayra Capriles, hijas del magnate, se han convertido en embajadoras de un estilo de vida saludable y aspiracional. Desde Madrid, dirigen Lamarca Well, un centro de bienestar y moda en el barrio de Las Salesas. Lo presentan como un “ecosistema del wellness”, con estudio de fitness, restaurante saludable y tienda multimarca. En revistas como ¡HOLA! posan como “emprendedoras venezolanas que revolucionan el bienestar”, con discursos de vida sana y espiritualidad. Lo que no se menciona es que su capital proviene del mismo entramado de inversiones que Michu levantó sobre los restos de Vadesa.
Las hermanas, convertidas en influencers del bienestar y el lujo, simbolizan la última mutación de una familia que aprendió a reinventarse. Mientras su padre blanquea capitales en socimis y fondos inmobiliarios, ellas blanquean reputación entre artículos de Stella McCartney, suplementos naturales y clases de yoga. En su narrativa pública, el apellido Capriles ya no remite a periódicos o corrupción, sino a “vida sana, arte y equilibrio”. Es la versión estética de un lavado profundo: el de la imagen.
Miguel Ángel “Michu” Capriles López vive entre Madrid y Miami. No figura en ninguna lista de sancionados, pero su nombre aparece en informes de inteligencia que rastrean la fuga de capitales venezolanos. Su fortuna se esconde entre inmobiliarias, fideicomisos y sociedades espejo. Su poder, entre jueces, banqueros y familiares repartidos en tres continentes.
La historia del clan Capriles es la del país que lo engendró: una república arruinada donde la corrupción se hereda, el dinero se lava y los apellidos nunca mueren. Michu no solo robó un imperio; lo convirtió en la prueba viviente de que, en Venezuela, el poder no se pierde: se disfraza.

