Si Eleanor Roosevelt volviera hoy, no necesitaría abrir un diario. Le bastaría con encender la tele. Vería tanques rusos cruzando campos ucranianos como si fueran su patio trasero. Misiles israelíes cayendo sobre Qatar —sí, Qatar— como si el mapa no tuviese fronteras.
Como si fuese poco, hay multiplicidad de apoyo a terroristas internacionales como los líderes de Hamás, van por la vida quemando lo poco que les queda de pueblo y siguen siendo “víctimas”; en África, generales con uniformes recién planchados firman acuerdos con potencias lejanas… mientras sus propios niños se mueren de hambre.
Roosevelt ayudó a escribir la Declaración Universal de los Derechos Humanos con la convicción de que el derecho podía ponerle freno a la barbarie. Su gran error a mi juicio fue permitir el veto que dio lugar a los “Cinco Grandes de la ONU”, la primera grieta por donde se coló la desigualdad. Desde entonces, la balanza no mide justicia, mide potencia de fuego.
Estoy seguro, si estuviese viva, de que miraría la Carta de la ONU y suspiraría. No es un tratado diplomático. Es un poema. Hermoso, noble, inútil.
Déjenme decirlo con la ironía que me caracteriza, y duele, duele porque es verdad:
“Excelentísimo presidente Putin: Gracias. Gracias por recordarnos, con sus bombarderos rozando el cielo de Polonia y Rumania, que el derecho internacional no es ley sino mas bien decoración de salón. Usted no cometió un error táctico; cometió un acto de clarividencia brutal bajo el lema ‘Aquí no manda la ONU, mando yo’. Felicidades. Usted no es solo un invasor es el arquitecto del nuevo orden donde la fuerza decide quién respira, quién calla, y quién nunca será juzgado.”
Le felicité pero no, no está solo en este teatro de impunidad. Desde Caracas hasta Jartum, desde Goma hasta Pyongyang, los líderes autoritarios lo saben: pueden escupir a Ginebra, burlarse de La Haya, ignorar a Nueva York.
Las instituciones internacionales no tienen soldados, no tienen voluntad política, tienen micrófonos y con los micrófonos, por más altos que gritemos, no se detienen tanques.
Eleanor creía en algo que hoy suena casi naïf: que un niño en Járkov, un campesino en el Kivu, una madre en Maracaibo, tenían —de verdad— los mismos derechos que un general trisoleado, que un oligarca con yates, o un presidente con veto en el bolsillo. Ella no construyó la ONU para que fuera un museo de buenas intenciones. La construyó como un escudo. Un escudo para los que no tienen nada más que su humanidad.
Hoy, ese escudo tiene más agujeros que una red de pescador. No protege a nadie. El “orden” actual no es orden. Es una fórmula. Una ecuación sencilla, cruel y eficaz: Si tienes armas nucleares, eres intocable; Si tienes aliados con armas nucleares, eres protegido; Si no tienes ninguna de las dos… eres botín, territorio saqueable.
La OTAN no es el villano. Pero sí la paradoja viviente: es la única institución que hoy funciona como sistema de disuasión real, pero no es universal sino selectiva. Y esa selectividad —esa lógica de “nosotros sí, ustedes no”— es exactamente lo que la ONU juró abolir.
Como jurista —y como hombre que aún cree en el derecho— debo recordar: el derecho internacional no nació en salones diplomáticos, nació en el horror. Su necesidad emanó de los juicios de Núremberg, de los hospitales de campo de Ginebra y en especial del grito ahogado de “¡Nunca más!” tras el Holocausto. Fue diseñado para limitar al poder. No para adornarlo.
Hoy, ese marco legal se tambalea. No por falta de normas. Por falta de coraje. Porque los que deben hacerlo cumplir, prefieren mirar hacia otro lado.
En mis clases, siempre transmito que el derecho internacional es como un puente colgante, aguanta si todos respetan las cuerdas, basta que uno solo de nosotros dinamite sus bases para que todo se venga abajo.
Lo peor no es que caiga el puente. Es que los que caen no son los que lo volaron. Son los que iban cruzándolo incluidos niños, ancianos, madres. Ellos pagan el precio de cada veto. De cada silencio diplomático. De cada discurso vacío en el Consejo de Seguridad y de cada exceso de las grandes potencias.
Analizando los síntomas de un sistema enfermo: 1) El sistema global de justicia, por inacción, se convirtió en cómplice de los crímenes; 2) Los organismos creados para proteger a los débiles, por su ineficacia terminan protegiendo a los fuertes: 3) ¿Existen voces de protesta? Sí, pero casi silenciadas, abogados como yo tenemos que recurrir a Instagram o X, a los periódicos, a las manifestaciones porque los tribunales están amordazados.
La pregunta que nadie quiere escuchar: ¿Quién juzgará a los que, con su silencio, su veto, su cobardía, permiten que millones mueran bajo el eufemismo de “conflicto regional”?
Martin Luther King lo dijo mejor que todos nosotros juntos: “La paz no es la ausencia de guerra. Es la presencia de justicia.”
Hoy, la justicia internacional no está ausente. Está en el exilio. Como yo.