A medida que activos militares estadounidenses se acumulan en el Caribe y la presión diplomática sobre el régimen de Nicolás Maduro se intensifica, dos visiones marcadamente distintas del futuro de Venezuela dominan las discusiones de política. La primera imagina una transición democrática sin contratiempos: Maduro renuncia, Edmundo González asume la presidencia que ganó en julio de 2024 y Venezuela se reincorpora a la comunidad de naciones democráticas. La segunda invoca el espectro de Libia: un Estado colapsado, fracturado por una guerra civil, con facciones armadas compitiendo por territorio y sumiendo al país en un caos peor que la estabilidad autocrática.
Ambos escenarios son analíticamente perezosos. El primero ignora la profunda degradación institucional que el chavismo ha provocado. El segundo importa una analogía que se derrumba al examinarla. Comprender cómo será realmente una transición venezolana —y prepararse en consecuencia— requiere ir más allá de estos marcos convenientes para examinar las condiciones específicas que pueden moldear a una Venezuela post-Maduro.
Por qué Venezuela no es Libia
La analogía con Libia se ha convertido en un atajo retórico para quienes advierten contra un cambio de régimen, pero malinterpreta fundamentalmente el contexto venezolano. La caída de Libia en un conflicto civil prolongado siguió al colapso de un régimen altamente personalista que había vaciado las instituciones nacionales y concentrado el poder coercitivo en redes de seguridad leales. En una sociedad con importantes divisiones regionales, tribales y locales, esto dejó sin una estructura estatal creíble y unificada capaz de gestionar la transición. Cuando el coronel Muammar Qadhafi cayó en 2011, milicias basadas en ciudades, regiones, tribus e ideologías —cada una con bases territoriales distintas— compitieron para llenar el vacío y capturar los recursos del Estado, afianzando un orden fragmentado y violento.
Venezuela no comparte ninguna de estas características. El país no tiene divisiones étnicas o religiosas que puedan sustentar facciones armadas rivales. No existe separatismo regional, ni dividé sectaria, ni estructura tribal que pueda mapearse a posibles fragmentaciones militares. La sociedad venezolana es notablemente homogénea precisamente en las dimensiones que impulsaron la desintegración libia. Las fuerzas armadas, con toda su corrupción y politización, siguen siendo una institución nacional jerárquica, no un mosaico de milicias regionales. El deseo de cambio lo sostiene una mayoría decisiva que se extiende por todo el territorio, como quedó evidenciado cuando Edmundo González ganó las elecciones de julio de 2024 en todos los estados del país y en el 90 por ciento de los 335 municipios.
Pero quizás lo más fundamental es que la guerra civil libia requirió múltiples coaliciones armadas con capacidades coercitivas comparables. Venezuela hoy tiene solo una fuente de poder coercitivo abrumador: la institución militar y de seguridad, que hasta ahora permanece leal al régimen de Maduro. El poder de la oposición deriva enteramente de su legitimidad democrática y su apoyo popular: no controla milicias, ni insurgencias armadas, ni bastiones territoriales. El equilibrio de poder es extremadamente asimétrico: un lado tiene votos y el otro tiene armas. Esta configuración puede producir —y ha producido— represión, pero no puede producir una guerra civil en ningún sentido significativo.
Por todas estas razones, el escenario libio —a menudo invocado por analistas y repetidamente amenazado por el régimen de Maduro— es altamente improbable como resultado de una transición en Venezuela. Los mismos factores que impiden un “Libia en el Caribe” también dificultan que los militares rompan con el régimen. Y precisamente eso es lo que un marco bien diseñado de justicia transicional debería buscar inducir.
Incentivos para romper con el régimen
La lógica estratégica de la amnistía diferenciada —ofrecer una ventana estrecha de “conducción segura hacia un exilio protegido” a los culpables de los crímenes más graves, mientras se extiende una amplia amnistía doméstica a un grupo mayor de integrantes del régimen— cumple un propósito crucial más allá de posibilitar deserciones individuales. Crea las condiciones para que las fuerzas armadas, como institución unificada, puedan habilitar la transición.
Consideremos la alternativa: si los oficiales militares creen que cualquier transición implica juicios para todas las personas vinculadas al régimen —desde los peores violadores de derechos humanos hasta los oficiales de bajo rango que cumplieron órdenes o se beneficiaron personalmente—, entonces el incentivo de todos será sostener la supervivencia del régimen. Ante riesgos existenciales, los militares seguirán cerrando filas en torno al régimen como única esperanza de sobrevivir. La coalición entre los líderes políticos y los militares se mantendrá unida porque el destino de todos dependerá de la continuidad del statu quo.
La amnistía diferenciada rompería esta lógica. Los oficiales cuya conducta esté por debajo de un umbral claramente definido de responsabilidad criminal podrán esperar racionalmente permanecer en el país con sus carreras, pensiones y familias intactas, siempre que ayuden —y no obstaculicen— la transición. A los líderes del régimen cuyos delitos superen ese umbral —aquellos responsables de crímenes de lesa humanidad— se les puede ofrecer una única oportunidad cuidadosamente delimitada de salir al exilio bajo garantías internacionales sólidas. Para la gran mayoría de oficiales, esto introduce un nuevo cálculo: pueden empezar a ver que sus intereses divergen de los de las figuras más comprometidas del régimen. Pueden imaginar un futuro en la Venezuela postransición, no como criminales perseguidos, sino como participantes en la reconstrucción del país. Esa visión les permitirá acomodarse al cambio, en lugar de resistirlo, y crucialmente, les permitirá hacerlo como institución.
Aquí es donde la división de funciones entre actores internacionales y domésticos se vuelve esencial. La oposición no puede garantizar de manera creíble el exilio seguro de quienes quedan fuera del alcance de la amnistía. Ese rol recae en socios internacionales con capacidad de ofrecer ese “exilio protegido”. Los países dispuestos a acoger a esos individuos —en condiciones que impidan que socaven el nuevo orden democrático pero que los protejan de responsabilidad adicional— deben garantizar la logística de salida y la credibilidad del acuerdo.
Pero la amnistía más amplia —que cubre corrupción, manipulación electoral y la complicidad cotidiana en la sostenibilidad del autoritarismo— debe provenir de los propios venezolanos, especialmente del presidente electo Edmundo González y de la líder opositora María Corina Machado. Esta oferta debe ser pública, detallada y sin ambigüedades. No puede esperar hasta el momento de la transición; debe plantearse ahora, mientras los insiders del régimen todavía evalúan sus opciones. Este compromiso se refuerza solo, pues el nuevo gobierno necesitará la cooperación de los militares, burócratas y operadores políticos cubiertos por la amnistía. Esto permitirá a funcionarios civiles y militares hacer cálculos prospectivos sobre su lugar en la Venezuela postransición, y actuar en consecuencia hoy.
El escenario de turbulencia
Incluso si la transición tiene éxito —si Maduro y otras figuras comprometidas del régimen se marchan, los militares se repliegan y González asume la presidencia— es altamente improbable que Venezuela se convierta en una democracia pacífica de la noche a la mañana. La evaluación honesta de la situación es que el resultado más probable se encuentra entre Libia y la utopía: llamémoslo “el escenario de turbulencia.”
Veinticinco años de chavismo han comprometido de manera fundamental el paisaje de seguridad del país. Mucho antes de la crisis actual, el régimen cultivó un denso ecosistema de actores armados no estatales como herramientas de control y generación de ingresos. Grupos guerrilleros colombianos —ELN y disidencias de las FARC— operan abiertamente en territorio venezolano con la aquiescencia del régimen y, a menudo, su colaboración. Colectivos armados, pranes y mafias mineras controlan porciones significativas del territorio. El Cártel de los Soles, la red de narcotráfico que implica a altos oficiales militares, ha penetrado profundamente las instituciones del Estado.
Una transición democrática no disolverá automáticamente estas estructuras. Algunos grupos —especialmente aquellos cuyo poder depende del patronazgo del régimen, del acceso a rentas estatales o de la impunidad por crímenes pasados— verán la democratización como una amenaza directa. Otros temerán razonablemente que un nuevo gobierno democrático coopere con socios internacionales para desmantelar sus operaciones. Comandantes individuales, operadores medios y remanentes del aparato de seguridad chavista pueden quedar fuera de los acuerdos transicionales —incapaces o no dispuestos a aceptar el exilio, excluidos de la amnistía, o rechazando la perspectiva de un gobierno democrático que se oponen por razones ideológicas. Estas personas pueden retirarse a zonas remotas e intentar montar resistencia insurgente contra el nuevo gobierno.
Este escenario de turbulencia no equivaldrá a la fragmentación apocalíptica que sufrió Libia, pero tampoco será la restauración suave de una democracia liberal. Se parecerá más a lo que Venezuela —y buena parte de América Latina— ha visto en décadas recientes: un gobierno democrático enfrentando desafíos armados persistentes de actores no estatales (sean ideológicos o criminales) que aprovechan debilidades institucionales y limitada capacidad estatal para resistir la consolidación del orden constitucional-democrático.
Aprender de la historia venezolana y de la región
Venezuela ha enfrentado este desafío antes. En los años 60, la joven democracia enfrentó una insurgencia guerrillera de extrema izquierda respaldada por la Cuba de Fidel Castro. Las fuerzas armadas y el gobierno democrático del partido Acción Democrática encontraron una causa común a pesar de sus conflictos históricamente arraigados, y la insurgencia fue contenida gradualmente mediante una mezcla de presión militar, apertura política y desmovilización negociada. El periodo democrático de cuarenta años —con todas sus fallas— surgió de ese comienzo turbulento.
La región también ha aprendido duras lecciones sobre contrainsurgencia y construcción del Estado. A pesar de las consecuencias negativas de intentar erradicar cultivos de coca por vía aérea, el Plan Colombia demostró que la cooperación internacional sostenida para fortalecer la capacidad estatal puede reducir drásticamente la capacidad operativa de grupos armados. Una Venezuela democrática podría, por primera vez en años, acceder a este tipo de asistencia en seguridad, cooperación de inteligencia y apoyo institucional que el chavismo impidió. Dicho apoyo —adaptado a la situación venezolana (no es un centro de producción de drogas, sino una ruta de envío)— y enfocado en consolidar la gobernanza democrática mediante un Estado capaz de contener insurgencias, proporcionaría una ayuda robusta al nuevo gobierno democrático.
Crucialmente, cualquier insurgencia postransicional carecería de las bases políticas y sociales que sostienen movimientos guerrilleros desestabilizadores. Las FARC en Colombia se alimentaron de auténticas quejas sobre desigualdad en la propiedad de la tierra y exclusión política; el Viet Minh y luego el Viet Cong se sostuvieron por el nacionalismo y el sentimiento anticolonial así como por la ideología comunista; incontables insurgencias nacen de exclusión real o percibida. ¿Cuál sería la bandera de una insurgencia chavista? ¿Regresar a un régimen que destruyó la economía, empujó a ocho millones de ciudadanos al exilio y perdió una elección presidencial por cuarenta puntos en todo el territorio nacional? Tales movimientos quizá generen violencia, pero tendrán dificultades para reclamar legitimidad o reclutar apoyos amplios. Podrán plantear problemas de seguridad, pero sin una narrativa de poder alternativa con capacidad persuasiva, es improbable que se conviertan en una amenaza existencial.
El caso por la imperfección
La comparación relevante para guiar decisiones hoy no es la que contrapone el temor a la guerra civil con la esperanza de una democracia perfecta inmediata. La elección real es entre una transición democrática turbulenta pero auténtica y el statu quo de autocracia, colapso económico, emigración masiva y sufrimiento continuado. Bajo ese estándar, incluso una transición imperfecta sería una enorme mejora.
Un gobierno democrático en Caracas —incluso uno que deba enfrentar guerrillas y redes criminales arraigadas— podrá emprender reformas económicas, acceder a financiamiento internacional y comenzar a reconstruir instituciones destruidas. Podrá crear las condiciones para que millones de venezolanos en el exterior comiencen a regresar y participar en la reconstrucción. Podrá buscar verdad y justicia para las víctimas de crímenes de lesa humanidad —mediante procesos legales legítimos, no violencia revolucionaria. Y podrá otorgar a los venezolanos algo que les ha faltado por al menos una década: un gobierno que derive su autoridad del consentimiento de los gobernados.
El temor a la inestabilidad en la transición no debe ser un argumento contra ella. Una democracia imperfecta que batalle insurgencias y crimen organizado no sería el peor escenario. El peor escenario sería la perpetuación de una dictadura brutal que destruyó una nación antes próspera y que entrega sus recursos y posición geoestratégica a criminales y actores internacionales nefastos. La posibilidad real de resistencia al gobierno democrático debería ser un argumento para preparar y gestionar sabiamente la transición. Lograr la transición y minimizar la resistencia requerirá una combinación de presión externa y “rutas de salida” diferenciadas con garantías internas y externas. Este enfoque matizado de amnistía, que puede influir en los cálculos de insiders del régimen hoy, no es una concesión moral a la impunidad, sino un camino para lograr y consolidar el retorno a la democracia.
El camino de Venezuela avanza entre Libia y la utopía. Reconocer esa realidad —y planificar para el camino intermedio, difícil, desordenado, pero enormemente mejor— es esencial para la oposición, para Estados Unidos y para la comunidad internacional. El objetivo no es una transición perfecta, sino una transición exitosa. Si los venezolanos pueden asegurar un gobierno elegido por ellos para emprender el desafío —posible— de la reconstrucción, eso será logro suficiente.
José Ramón Morales-Arilla es profesor investigador en la Escuela de Gobierno y Transformación Pública del Tecnológico de Monterrey. Recibió su doctorado en Políticas Públicas de la Universidad de Harvard.
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