Viendo al César Gaviria de hoy, es difícil imaginarse cómo fue en su momento. Era una persona de pensamiento rápido y acción, frío a la hora de tomar decisiones e imperturbable en el momento de ejecutarlas. Fue elegido presidente, como sucesor de Luis Carlos Galán, en la campaña más sangrienta de la historia. Tres candidatos presidenciales fueron asesinados por el narcotráfico y los paramilitares, que manejaban en gran medida los organismos de seguridad del Estado. A Galán lo mataron en agosto de 1989, a Bernardo Jaramillo en marzo de 1990 y a Carlos Pizarro en abril, un mes después.
Pablo Escobar fue grabado mientras le decía a su compinche, el después condenado narcotraficante, Carlos Náder Simmonds, que cualquiera que se acercara a la candidatura de César Gaviria sería hombre muerto. Eso quedó registrado en la llamada en la que celebran el asesinato de Luis Carlos Galán.
Gaviria escapó de la muerte porque a última hora tuvo que cancelar un vuelo a Cali por un compromiso de campaña. El Boeing 727 de Avianca, en el que iba a viajar, fue volado con una bomba controlada por altímetro. Murieron 107 personas.
El día que asesinaron a Carlos Pizarro, candidato del recién desmovilizado M-19, Gaviria iba camino a Televideo, una productora de televisión de la época, para grabar un mensaje político. El carro que lo transportaba era un enorme Caprice Classic con pesado blindaje; parecía una caja fuerte con ruedas. Adelante iban el conductor y el jefe de escolta, Víctor Julio Cruz. De un momento a otro, Cruz se giró y le comunicó al candidato lo que le estaban informando por radio:
–Doctor, mataron al candidato Pizarro en un avión en vuelo.
–Y yo con estos hijos tan chiquitos– replicó en uno de esos raros momentos en los que dejaba ver sus sentimientos.
El 7 de agosto de 1990, cuando Gaviria asumió la Presidencia de la República, dirigí la transmisión de televisión de su posesión. Cuando entró a la Casa de Nariño por la plaza de armas, pude ver a varios de los curtidos guardaespaldas abrazados, llorando y celebrando la increíble hazaña de haberlo llevado vivo a ese lugar.
Gaviria tenía la enorme virtud de dirigir equipos heterogéneos y lograr consensos creativos entre personas muy disímiles. En su consejo de ministros cabían y se entendían, por ejemplo, Alberto Casas, Rudolf Hommes y Antonio Navarro.
Llevaba apenas cuatro meses en el poder cuando efectuó las elecciones para la Asamblea Nacional Constituyente. La Alianza Democrática M-19 obtuvo la segunda votación con 19 escaños, el Partido Liberal la primera con 25, y los conservadores divididos en dos grupos la tercera con 20. Álvaro Gómez, Horacio Serpa y Antonio Navarro copresidieron la Constituyente, mostrando, por primera vez en generaciones, que los enemigos de antes eran capaces de entenderse y de convertir una constitución en un tratado de paz.
En algún momento, la Asamblea deliberó sobre la posibilidad de aprobar la reelección inmediata del presidente. Gaviria –con una grandeza que la historia ha olvidado– pidió que no se contemplara esa posibilidad divisiva y contraria a la institucionalidad colombiana.
A Gaviria no le tembló la mano para nombrar un civil como ministro de Defensa, cuando el estamento militar daba por hecho que ese cargo pertenecía a los uniformados. También sacó del temido Departamento Administrativo de Seguridad, DAS, al prácticamente inamovible general Miguel Maza, en un momento en el que se alcanzó a saber de una tentativa de golpe de Estado, intentona de la cual nunca se ha hablado públicamente.
Algunas cosas de su gobierno salieron bien y otras muchas salieron mal. Quizás el apagón y las condiciones de reclusión de Pablo Escobar sean sus mayores sombras, pero sería injusto negar que su administración puso al país en un camino de modernización.
Quizás, porque recuerdo esos tiempos, me da tristeza ver al César Gaviria de hoy rindiéndole tributo al expresidente Álvaro Uribe, a quien tiene clarísimo, como lo dijo hace unos años cuando públicamente lo llamó mentiroso.
En ese mismo discurso de 2014, hizo énfasis en que el retorno al poder de Uribe sería una ocasión para subordinar la justicia y vengarse de quienes se han atrevido a denunciarlo.
Pese a todo lo que sabe, en curiosa paradoja, Gaviria viene ahora a decirnos que, para salvar la institucionalidad, debemos alinearnos con Uribe.
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