Por Karem Galvez
Durante años los hermanos venezolanos Chamel y José Gaspard Morell han esculpido con esmero una leyenda a su medida. Se presentan como titanes empresariales hechos a sí mismos, que, cual prestidigitadores, lograron “exportar” su presunta estela de éxito hasta tierras panameñas.
En el altar de sus autoelogios, los Gaspard Morell exhiben, como si de un trofeo sagrado se tratara, su conversión en supuestos “pioneros” y “visionarios” del sector maderero en Venezuela. Esta misma fábula, diseminada a través de hagiografías digitales que ellos mismos han encargado para sepultar bajo el algoritmo las incómodas verdades de reportajes y denuncias, proclama que los hermanos dejaron una “huella indeleble” –aunque la naturaleza de tal marca está por verse– en el panorama empresarial venezolano.
José y Chamel Gaspard (Ilustración)
No obstante, en Panamá, parece que a nadie le causa la más mínima extrañeza que el cacareado imperio maderero de los Gaspard brille por su ausencia. En el istmo, estos hermanos son más bien conocidos por ser los flamantes dueños del Centro Comercial Anclas Mall, enclavado en el distrito de La Chorrera.
Entre los “hitos monumentales” que los hermanos pregonan en sus perfiles de fabricación casera, se cuenta su rol “emprendedor” y gerencial en Venezuela al frente de firmas como “Aserradero El Manteco”, “Panel Carabobo CA”, la comercializadora “Maderera J Gaspard” y el “Grupo J Gaspard”. Estas dos últimas, como relatan en su propia cronología, vieron la luz en 1986 y 1987, respectivamente.
Siguiendo el guion de sus biografías, meticulosamente diseñadas para cimentar la narrativa de sus prodigiosos triunfos, los Gaspard supuestamente expandieron su imperio hacia la comercialización, las inversiones inmobiliarias, e incluso la agricultura y la ganadería. Sin embargo, oh, curiosa amnesia selectiva, en Panamá nadie parece haber oído hablar de los Gaspard como magnates del agro, al menos hasta la fecha.
El “padrino” olvidado: La sombra del “Zar de la Madera” detrás del cuento de hadas empresarial
Antoine “Antonio” Gaspard (Ilustración)
Hay un detalle, eso sí, en el que los Gaspard, en esas odas digitales que han encargado para pulir su imagen, parecen tropezar con la verdad: la metamorfosis de sus depósitos madereros en Venezuela en relucientes centros comerciales y empresariales. Un giro que ellos venden, cómo no, como prueba irrefutable de su asombrosa capacidad para bailar al son de los tiempos, una exhibición de su “resiliencia” y camaleónica adaptabilidad. Sin embargo, como desvelaremos más adelante, el guion de esta transformación tuvo motivaciones menos heroicas, que los obligaron a reciclar su modelo de negocio y, convenientemente, a hacer las maletas.
Lo que convenientemente omiten los Gaspard Morell en esos panegíricos cibernéticos es que su súbita pasión por el negocio de la madera no fue una epifanía empresarial, sino más bien una herencia bien arraigada. Su progenitor, allá por la década de los 80, cuando los hermanitos José y Chamel se lanzaban a fundar sus propias “empresas”, ya era un peso pesado, un consumado maestro de los aserraderos en Venezuela. Ese era, ni más ni menos, el buque insignia de la fortuna familiar.
Aunque su partida de nacimiento rezaba Antoine Gaspard Fayad, el patriarca del clan Gaspard Morell era más conocido por el nombre de Antonio. Su influencia en el universo maderero venezolano llegó a ser tan colosal que se ganó el mote de “El Zar de la Madera”, una figura que evocaba más a un capo intocable de una suerte de “Cosa Nostra” del serrucho que a un simple industrial.
El auténtico cerebro y músculo detrás de “Aserradero El Manteco” y “Panel Carabobo CA”, empresas que los vástagos Gaspard Morell se cuelgan como medallas de su propio ingenio, no era otro que su padre, Antoine “Antonio” Gaspard Fayad. Fue bajo su ala donde los jóvenes herederos se foguearon en el negocio familiar. Mientras el padre se dedicaba a la ruda tarea de arrancar la madera de los bosques, los diligentes hermanos se encargaban de despacharla en las cadenas de tiendas que ellos mismos crearon: “Maderera J Gaspard” y “Grupo J Gaspard”. Un círculo perfecto, un negocio redondo donde las piezas encajaban a la perfección, siempre bajo la batuta del patriarca.
El Manteco y el poder: Las raíces adecas de la fortuna Gaspard
Antonio Gaspard Fayad, el patriarca de origen libanés, tuvo a bien dejar algunas pinceladas de su historia en “Líbano y Venezuela: 20 testimonios“, una obra de Cristina Guzmán, editada en Venezuela por la Fundación para la Cultura Urbana y publicada en 2009. En sus páginas, el señor Gaspard relató, con la modestia que el caso ameritaba, cómo surgió su repentino interés por los frondosos bosques venezolanos y el jugoso negocio maderero.
Es digno de una ceja arqueada el hecho de que Aserradero El Manteco, C.A., fuera oportunamente inscrito en el registro mercantil venezolano allá por noviembre de 1968. Casualmente, en aquel entonces despachaba como presidente de Venezuela Raúl Leoni (1964 – 1969), preclaro fundador y dirigente de Acción Democrática, uno de los partidos emblemáticos de la llamada Cuarta República, también conocida como la era “Puntofijista” –ese idílico periodo democrático venezolano que precedió a Hugo Chávez–. El nombre “Aserradero El Manteco” podría sonar a muchos como una mera descripción geográfica del negocio. Sin embargo, agárrense, porque El Manteco, una pintoresca población enclavada en el estado Bolívar, al sur de Venezuela, era, ¡qué cosas tiene la vida!, la mismísima tierra natal del presidente Leoni. ¿Pura coincidencia? ¿O un calculado homenaje, una genuflexión nominal al mandatario de turno? El nombre, francamente, canta más que un canario enjaulado.
Aunque las crónicas contemporáneas se regodean en las fortunas meteóricas que brotaron tras la llegada de Chávez al poder, sería un acto de amnesia selectiva olvidar que la Cuarta República también fue un fértil semillero de enriquecimientos súbitos. Los afortunados, tanto venezolanos de pura cepa como inmigrantes con buen olfato, pasaban de no tener techo, a erigir imperios económicos y empresariales, casi siempre gracias a una agenda bien nutrida de contactos en las más altas esferas del poder. Un libreto que los Gaspard, al parecer, conocían de memoria.
Sofía Fernández Alcalá, hermana de “Menca ” de Leoni (Ilustración)
Y para muestra, un botón de dimensiones palaciegas: el padre de los hoy “visionarios” Gaspard Morell era nada más y nada menos que amigo entrañable y compadre de Sofía Fernández Alcalá. ¿Y quién era esta distinguida dama? Pues la hermana de Carmen América Fernández Alcalá, popularmente conocida como “Menca” de Leoni, esposa del presidente Raúl Leoni y, por tanto, Primera Dama de Venezuela durante su mandato. Las hermanas Fernández Alcalá eran hijas del general Juan Fernández Amparan, un militar que había sido hombre de confianza del dictador venezolano Juan Vicente Gómez (1908 – 1935).
Raúl Leoni y su esposa, Carmen América Fernández Alcalá, popularmente conocida como “Menca” de Leoni
Del favor presidencial al feudo maderero: ¿Cómo Bolívar se convirtió en el coto de caza de los Gaspard?
El propio Antonio Gaspard, en un alarde de selectiva memoria, dejó constancia de cómo, gracias a las gestiones de la cuñadísima de Leoni y el consorte de esta –en cuyo hato, curiosamente, Antonio era asiduo visitante y donde, ¡oh, sorpresa!, la política era el plato fuerte de las tertulias–, logró “infiltrarse” en el lucrativo negocio de los aserraderos. Su puerta de entrada, según él, fue echarle una mano a la cuñada presidencial para extraer una “pequeña” cantidad de madera de pardillo. Como quien no quiere la cosa, el mismo Antonio deslizó, sin ahondar en detalles comprometedores, que antes de esta epifanía maderera, había estado “operando” unas minas de manganeso, mineral del que, casualmente, el estado Bolívar está bien surtido.
Antonio Gaspard. Estado Bolívar, Venezuela. (Ilustración)
Así fue como el vasto estado Bolívar, cual torta de cumpleaños, terminó repartido en generosas porciones, convirtiéndose en un feudo no solo para el clan de la esposa de Leoni, oriunda de Upata (también en Bolívar, para más señas), sino también para la ascendente familia Gaspard. De esa tierra fértil para los bien conectados brotaron no solo el ya mencionado “Aserradero El Manteco”, sino también Maderas Nuria C.A. y Panel Carabobo C.A. (una planta de procesamiento de madera). Todas estas joyas empresariales, por supuesto, propiedad del insigne Antonio Gaspard y su prole. Y aunque el patriarca se desviviera en sus memorias por pintarse como un adalid del ecologismo, una montaña de testimonios y hechos, que saldrán a la luz más adelante, sugieren que su compromiso con el medio ambiente era tan sólido como un castillo de naipes en un vendaval.
Las empresas de los Gaspard, más que descubrir un nicho, encontraron un verdadero El Dorado de troncos en los bosques y la selva tropical de Bolívar, el estado más extenso de Venezuela y, para más señas, conocido por sus riquezas mineras. Su modus operandi no solo contó con la bendición y el amparo de la familia Leoni, sino que disfrutó de la misma cálida protección bajo posteriores administraciones del partido Acción Democrática, como la del otrora presidente Jaime Lusinchi (1984 – 1989).
A partir de 1987, con Lusinchi en el poder, se dio el pistoletazo de salida a las explotaciones en la reserva forestal de Imataca, en el mismo estado Bolívar. El mecanismo, cómo no, fue la adjudicación de concesiones a “selectas” empresas privadas o aserraderos. No es difícil imaginar quiénes estaban primeros en la fila.
Home Depot “criollo” y selvas regaladas: La “genialidad” de los Gaspard al descubierto
(Ilustración)
La “clarividencia” y el “ingenio innovador” de los Gaspard Morell eran de tal calibre que, mientras su cacareado “éxito” en el negocio maderero no era más que el fruto maduro de las bien cultivadas conexiones políticas de su progenitor, Antonio Gaspard, a los brillantes herederos no se les ocurrió una estrategia más original para expandir el imperio que fusilar descaradamente una marca ajena. Así nacieron las tiendas “Home Depot J. Gaspard”, un calco ramplón de la gigante estadounidense “The Home Depot”, dedicada, ¡oh, sorpresa!, al mismo rubro. Semejante derroche de creatividad les granjeó, como era de esperar, una jugosa demanda por parte de la cadena norteamericana por usurpación de marca. Un pequeño traspié en su fulgurante carrera de “visionarios”.
Mientras tanto, el engranaje de los favores seguía funcionando a la perfección. Por obra y gracia del Decreto Presidencial n° 474, fechado un 28 de diciembre de 1965 –bajo la batuta de Leoni, claro está–, la apetecible Altiplanicie de Nuria fue “asignada” al Ministerio de la Defensa de Venezuela. ¿Y qué ocurrió después? Pues que el ministerio, en una muestra de sagaz “visión de Estado”, se asoció con el omnipresente Antonio Gaspard para dar vida a Maderas Nuria. Esta nueva joya del emporio Gaspard, a partir de 1987, comenzó a hincarle el diente a los bosques de Nuria. La Altiplanicie y las montañas de Nuria, convenientemente situadas en el noreste del estado Bolívar, forman parte del mismo sistema geográfico que la Sierra de Imataca, otra zona de interés para los depredadores forestales.
Y como si esto fuera poco, el 27 de noviembre de 1987, el entonces Ministerio del Ambiente y de los Recursos Naturales Renovables de Venezuela –quizás en un arrebato de generosidad ecológica– suscribió con Aserradero El Manteco C.A. un contrato de concesión por la bicoca de 30 años. ¿El premio? La Unidad Nº 1 del Lote Boscoso San Pedro, también en el pródigo estado Bolívar. Más madera para la maquinaria Gaspard.
Así las cosas, el supuesto “triunfo” empresarial cosechado en Venezuela, del que los hermanos Gaspard Morell tanto presumen hoy en Panamá, no fue precisamente el resultado directo de su perspicacia y sudor como emprendedores de raza. Más bien, fue la consecuencia lógica del aceitado mecanismo del tráfico de influencias, la corrupción rampante y una agenda repleta de contactos en las altas esferas del poder político de la Cuarta República. El verdadero “arte” de los Gaspard, al parecer, no era tanto la silvicultura como el cultivo de relaciones provechosas.
Un familiar en el poder: Otra llave maestra de los Gaspard para devastar bosques
Luis Alberto Castro, exviceministro de ambiente (Ilustración)
No fue, por supuesto, una mera casualidad cósmica que el ciudadano Luis Alberto Castro Morales, quien tuvo la astucia –o la suerte– de convertirse en yerno de Antonio Gaspard y, por ende, en cuñado de los hermanos Gaspard Morell, acumulara un impresionante currículum de cargos estratégicos. Este distinguido pariente político desfiló por corporaciones estatales con sede en el codiciado estado Bolívar, como la Corporación Venezolana de Guayana, e incluso ocupó sillones en despachos nacionales, algunos convenientemente vinculados al sagrado “ambiente”. Entre sus laureles figuran la gerencia de Cuencas e Hidrología de la CVG-Edelca (Electrificación del Caroní) durante la administración del presidente Jaime Lusinchi –época dorada para los amigos del poder–, para luego ascender a vicepresidente de Ambiente, Ciencia y Tecnología de la CVG. Como broche de oro, se coronó viceministro de Ambiente durante el segundo mandato del presidente Rafael Caldera (1994 – 1999). Semejante carrusel de posiciones le permitió a los Gaspard, cómo no, seguir perpetuando su lucrativa explotación maderera en el estado Bolívar, a golpe de concesiones estatales y en flagrante detrimento del ecosistema. ¡Qué conveniente tener un “guardián del ambiente” en la familia!
El botín no era menor: las concesiones abarcaban la friolera de unas 510 mil hectáreas en las ubérrimas áreas boscosas del estado Bolívar, incluyendo la joya de la corona, Imataca. Y en un giro que haría sonrojar al más cínico, la concesión para Imataca fue otorgada, ¡oh, divina providencia!, a nombre de Magui Gaspard de Castro, la esposa del otrora flamante viceministro Luis Alberto Castro. Un negocio familiar redondo, donde las influencias engrasaban cada engranaje.
Magui Gaspard (Ilustración)
Años después, en 2017, los nombres de Luis Alberto Castro Morales y su esposa Magui Gaspard (hija de Antonio) volvieron a danzar en la palestra pública venezolana. Esta vez, el motivo fue el altruismo de su retoño, Héctor Castro Gaspard, cerebro detrás de una campaña con el título “Envío de insumos protestas Venezuela”. Dicha iniciativa, iniciada el 10 de abril de 2017, logró recaudar la nada despreciable suma de 49 mil 771 dólares. Oficialmente, estos fondos tenían como destino la adquisición de material médico de emergencia para la organización Primeros Auxilios UCV, los llamados “Cascos Blancos”, dedicados a socorrer a los manifestantes heridos durante las revueltas opositoras contra la administración de Nicolás Maduro. Curiosamente, este filantrópico sobrino de los Gaspard Morell, Luis Alberto Castro (hijo), es hoy el fundador y CEO de HERA Lending, una empresa con sede en Miami que se dedica a ofrecer préstamos privados y a financiar proyectos residenciales en Estados Unidos. Un salto del activismo humanitario al capitalismo puro y duro.
Héctor Castro Gaspard (Ilustración)
Para completar el cuadro de las élites entrelazadas, al menos para 2017, la esposa de Héctor Castro Gaspard, Jimena Chacón González, formaba parte de la nómina de The Cisneros Fontanals Art Foundation, un centro de artes visuales fundado por Ella Fontanals, exesposa del difunto magnate venezolano Oswaldo Cisneros.
Del banquillo a la impunidad: El “milagro” judicial de los Gaspard en su propia cancha y el silencio cómplice del poder
Antonio Gaspard (Ilustración)
Corría el año 1993 cuando la justicia pareció, por un instante, despertar de su letargo. La Jueza Penal V, María Inmaculada Pérez Dupuy, secundada por el Fiscal I de Ambiente, Dr. Leopoldo Saavedra, osó emitir una orden de arresto que salpicaba, entre otras firmas de dudosa reputación, a los dueños de Madereras Nuria. En el epicentro del escándalo, como no podía ser de otra manera, figuraba el patriarca Antonio Gaspard Fayad.
La acusación formal contra el señor Gaspard y su entramado empresarial incluían: daño ambiental y explotación ilegal de madera. Los “pequeños deslices” forestales incluían la tala indiscriminada en zonas protegidas y áreas vedadas por el propio Ministerio del Ambiente y de los Recursos Naturales Renovables (MARNR), además de la “modesta” extracción de 35.000 metros cúbicos de madera por encima de lo autorizado. Unos cuantos arbolitos de más, sin importancia.
Sin embargo, cuando el expediente legal llegó a los tribunales de Puerto Ordaz, en el estado Bolívar –ese conveniente feudo de los Gaspard y, casualmente, escenario del expolio (específicamente en la Reserva Forestal de Imataca)–, la trama dio un vuelco digno de un ilusionista. El juez Roberto Delgado, en un acto de suprema sabiduría jurisdiccional, se declaró competente y, ¡abracadabra!, procedió a declarar el caso “nulo y sin valor”. Así, con un plumazo, se esfumó la acción legal iniciada en Caracas. Magia pura, o quizás, la justicia operando bajo otros códigos.
A pesar de que el “aspecto legal” del asunto pudo considerarse “resuelto” gracias a esta oportuna pirueta judicial, la pestilencia de la falta de transparencia en la gestión de los recursos forestales era inocultable. Allá por 1996, la Comisión de Medio Ambiente del fenecido senado venezolano se pasó más de un año intentando, en vano, obtener una mísera lista de las concesiones madereras y los nombres de las empresas beneficiadas. Pese a sus esfuerzos, la comisión chocó contra un muro de silencio y evasivas por parte de las autoridades gobernantes. Se rumoreaba entonces, con la fuerza de una verdad a gritos, que la información sobre las empresas madereras en los archivos del Servicio Autónomo Forestal Venezolano (Seforven) –un apéndice del MARNR– era uno de los secretos mejor custodiados del país. Y cómo no iba a serlo, si el mismísimo yerno de Antonio Gaspard fungía como viceministro de ese ministerio. Un guardián de los secretos familiares, sin duda.
Senadores amigos y contratos con “plusvalía”: La red de protección y negocios de los Gaspard con sello adeco
Pero claro, existían razones de peso, o más bien, de “peso pesado” político, para que la investigación contra Antonio Gaspard y su Maderas Nuria se estancara convenientemente en los pasillos del senado venezolano, al menos durante el crucial bienio de enero de 1994 a enero de 1996. Resulta que, durante ese lapso, el connotado político venezolano Antonio Ledezma no solo calentaba un escaño como senador, sino que incluso llegó a ostentar la vicepresidencia de la cámara alta (entre enero de 1994 y enero de 1995). Eran tiempos aquellos en los que los diversos clanes empresariales movían sus propias fichas en el tablero parlamentario, a través de diligentes cancerberos dedicados a velar por los sacrosantos intereses de sus patrones.
Antonio Ledezma (Ilustración)
Ledezma, figura prominente del partido Acción Democrática, ha sido uno de esos dirigentes con los que los Gaspard cultivaron una afinidad que rayaba en la simbiosis. Tan estrecha era la relación que los Gaspard se convirtieron en sus contratistas predilectos, casi de cabecera, cuando Ledezma cambió el hemiciclo por el sillón de alcalde del municipio Libertador de Caracas (1996 – 2000) y, posteriormente, como alcalde Metropolitano de Caracas (2008 – 2015). Las malas lenguas de la época, y a menudo las mejor informadas, susurraban que los contratos adjudicados a los Gaspard bajo estas administraciones venían con una generosa “inflación” en sus precios. Negocios redondos para todos, al parecer.
La camaradería trascendió los despachos y los balances contables, llegando hasta los paraísos inmobiliarios. Tan fluida era la conexión que los vástagos de los hermanos José y Chamel Gaspard, junto con la esposa y una hijastra de Ledezma, terminaron siendo vecinos en el mismo edificio en Panamá. Hablamos del elegante PH Oceanaire, enclavado en San Francisco, Ciudad de Panamá, donde los Gaspard decidieron invertir en ladrillo en 2011. Y, ¡qué coincidencia!, en ese mismo inmueble, desde 2015 –justo después de que Ledezma fuera detenido en Venezuela bajo acusaciones de conspirar contra Maduro–, figura un apartamento a nombre de MASTIANO, S.A., una sociedad oportunamente constituida en 2011 y presidida, nada más y nada menos, que por Victoria Eugenia Capriles de Ledezma, apodada “Mitzy” Capriles de Ledezma, esposa de Antonio Ledezma, y por Kitty Schadendorf Capriles, una hijastra del exalcalde. Las afinidades, como se ve, también se reflejan en el registro de la propiedad.
Emblema de Acción Democrática (Ilustración)
La simbiosis de los Gaspard con el ecosistema político venezolano durante la Cuarta República era tan profunda, según revelan ciertas evidencias, que se sospecha que incluso diversos parientes cercanos al clan militaban con fervor en las filas de Acción Democrática -el llamado partido blanco-, codeándose con la flor y nata de sus dirigentes más experimentados. Una familia bien arraigada en las estructuras del poder.
El ocaso del imperio maderero: Cuando los vientos chavistas soplaron contra los Gaspard
Pero el huracán bolivariano, con el ascenso de Hugo Chávez a la presidencia a finales de la década de 1990, sacudió el tablero político venezolano hasta sus cimientos. Esta reconfiguración del poder precipitó el crepúsculo de los otrora boyantes negocios madereros de los Gaspard en Venezuela. Nuevos rostros emergían en la escena, desplazando a las figuras emblemáticas de la Cuarta República.
Aunque los hermanos Gaspard Morell, en un alarde de pragmatismo o desesperación, intentaron arrimarse al nuevo sol que más calentaba y consiguieron rascar algún que otro contrato en la era chavista, la fiesta ya no era la misma. Se habían acabado los días del cuñado viceministro con mano mágica para las concesiones, y los teléfonos rojos que conectaban directamente con la presidencia o los influyentes pasillos parlamentarios parecían haber perdido su línea. La “magia” de sus contactos se había desvanecido.
Maderas Nuria, por ejemplo, uno de los buques insignia del emporio Gaspard, logró mantenerse a flote a duras penas hasta mediados de la primera década del siglo XXI, cuando finalmente arrió la bandera y se declaró en quiebra. Un destino compartido por varias empresas dedicadas a la tala indiscriminada en el estado Bolívar, que tras haberse llenado los bolsillos a costa de las mejores reservas forestales, optaron por el cómodo camino de la bancarrota. Algunas, incluso, no tuvieron reparos en fomentar invasiones para añadir más caos a su descalabro financiero. La quiebra, por supuesto, era la excusa perfecta para eludir el pago de las deudas contractuales con sus sufridos trabajadores. Y, como era de esperar, las empresas de los Gaspard no fueron la excepción a esta deshonrosa regla. Así, las generosas concesiones forestales, tan fácilmente obtenidas durante la Cuarta República, se fueron extinguiendo como una vela en la tormenta.
El grito de la selva: Cuando los indígenas de Kanaimö acorralaron a los depredadores de El Manteco
El calendario marcaba el 29 de noviembre de 2004 cuando un David indígena se atrevió a desafiar al Goliat maderero. La comunidad Kanaimö, harta de ver sus tierras ancestrales ultrajadas, interpuso una acción legal de profundo calado ambiental ante la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia. El objetivo de su amparo constitucional, invocado en nombre de intereses difusos y colectivos, no era otro que el intocable Aserradero El Manteco C.A. y, cómo no, la cómplice dirección estadal ambiental del estado Bolívar, apéndice del entonces Ministerio del Ambiente.
La denuncia era demoledora: Aserradero El Manteco C.A., con la sospechosa anuencia de la autoridad ambiental regional –esa que debía velar por la naturaleza y no por los bolsillos de los Gaspard–, estaba pisoteando “derechos constitucionales fundamentales”. Hablamos de la protección del medio ambiente, el delicado equilibrio ecológico, la invaluable diversidad biológica y la integridad de los parques nacionales. La empresa, ni corta ni perezosa, operaba al amparo de un contrato de concesión firmado el lejano 27 de noviembre de 1987 con el ya difunto Ministerio del Ambiente y de los Recursos Naturales Renovables. Este generoso acuerdo le permitía exprimir los bosques durante treinta largos años en la Unidad N° 1 del Lote Boscoso San Pedro, un área que, irónicamente, había sido designada para “producción forestal permanente” desde 1981. Permanente, sí, pero para el beneficio de unos pocos.
La situación, sin embargo, había llegado a un punto de ebullición a principios de 2004. El 19 de febrero de ese año, efectivos de la Guardia Nacional pusieron un alto a las faenas de explotación forestal de la empresa. El motivo: daños irreparables, como la deforestación de los majestuosos Tepuyes, la obstrucción de los cauces fluviales adyacentes y el represamiento de quebradas. Un desastre ecológico en toda regla. Pero, ¡oh, sorpresa!, pese a esta contundente acción militar, una solícita comisión de la Dirección Estadal Ambiental realizó unas “inspecciones” y concluyó, con pasmosa tranquilidad, que las actividades de la empresa se ajustaban “perfectamente” al contrato de concesión. Para rematar la faena, el 26 de marzo de 2004, la misma Dirección Estadal Ambiental emitió una providencia administrativa que, en un acto de prestidigitación burocrática, “suspendió las medidas de paralización impuestas por la Guardia Nacional”. El argumento: las actividades de la empresa, faltaría más, se apegaban a las normas. Un círculo vicioso de impunidad.
La comunidad indígena Kanaimö, que se había constituido formalmente como Asociación Civil el 3 de diciembre de 2003, no se anduvo con rodeos. Sostuvo con firmeza que las andanzas de Aserradero El Manteco C.A. en el Lote Boscoso San Pedro estaban infligiendo un daño irreparable a los derechos constitucionales y que el órgano competente, lejos de fiscalizar, parecía mirar para otro lado. Alegaron que la empresa esquilmaba los recursos forestales con una concesión que no había sido “revisada bajo la óptica de los nuevos principios constitucionales” ni de los convenios internacionales sobre medio ambiente. Estas actividades, señalaron, no solo estaban devastando el medio ambiente y el equilibrio ecológico de los Tepuyes y el Parque Nacional Canaima –santuarios naturales de fragilidad y valor científico incalculables, únicos en el planeta–, sino que también amenazaban ecosistemas vecinos como Brasil y la Amazonía, ese vital “pulmón universal” que tanto necesita el mundo.
Ante la escalofriante gravedad de las denuncias y el peligro inminente que se cernía sobre el medio ambiente, la comunidad indígena no dudó en solicitar una medida cautelar de urgencia: la paralización total y absoluta de la explotación en el área del Parque Nacional Canaima y sus zonas aledañas. Exigieron también la suspensión de los efectos de esas providencias administrativas que, como un salvoconducto a la impunidad, beneficiaban a Aserradero El Manteco C.A.
Al tomar cartas en el asunto, la Sala Constitucional determinó que, aunque la acción había sido presentada bajo la figura del amparo, en realidad reunía todas las características de una “demanda por intereses colectivos”. Así, con un toque de sensatez jurídica, reclasificó el caso. Más importante aún, la Sala confirmó la legitimidad de la comunidad indígena Kanaimö para erigirse en portavoz y defensora de los intereses colectivos y difusos en materia ambiental, un espaldarazo a quienes alzaban la voz por la tierra.
Sopesando la “apariencia de buen derecho” que emanaba de los alegatos indígenas y el peligro tangible que representaba la continuidad de las actividades depredadoras denunciadas, la Sala Constitucional no tuvo más remedio que acordar la medida cautelar solicitada, aunque con carácter temporal. En una decisión, se ordenó la suspensión fulminante de todo tipo de explotación en el área comprendida dentro del Parque Nacional Canaima, así como en sus zonas anexas y continuas. Y, como puntilla final a la arrogancia de Aserradero El Manteco C.A., se decretó la “suspensión de los efectos de las providencias administrativas otorgadas a su favor” que le permitían seguir con su festín destructor. Un respiro para la selva, y un trago amargo para los insaciables Gaspard.
El último vals del hacha: Un “acuerdo amistoso” para sellar décadas de devastación
El castillo de naipes maderero de los Gaspard, construido sobre concesiones dudosas, comenzó a desmoronarse con estrépito. La debacle de sus permisos de tala en Venezuela no tardó en arrastrar consigo a las empresas comercializadoras de los hermanos Gaspard Morell. Como era de esperar para quienes confunden los bosques con su caja chica, terminaron acorralados por demandas judiciales, acusados de la vulgar costumbre de no honrar las deudas contraídas con entidades bancarias a las que habían acudido con la mano extendida en busca de créditos. Un clásico de los “grandes empresarios”.
En 2011, un episodio que se vendió como un hito en la gestión ambiental y forestal venezolana tuvo lugar: el gobierno de Hugo Chávez y la emblemática Aserradero El Manteco, C.A. decidieron, en un acto de “mutuo acuerdo”, poner fin a un Contrato Administrativo de Ordenación y Manejo Forestal que había permitido a los Gaspard hacer y deshacer durante más de dos décadas. Esta resolución, formalizaba el cese de las operaciones de la compañía en la Reserva Forestal San Pedro, en el ya esquilmado estado Bolívar.
Recordemos que esta “fructífera” relación contractual había echado raíces el 27 de noviembre de 1987. En esa fecha, la República de Venezuela, a través de su Ministerio del Ambiente, y Aserradero El Manteco, C.A. sellaron el pacto. Dicho acuerdo otorgaba a la empresa el “derecho” al “aprovechamiento racional” de productos forestales en la Unidad Nº 1 del entonces Lote Boscoso San Pedro, rebautizado luego como Reserva Forestal San Pedro, en el municipio Piar. El noble fin: “industrializar y comercializar” dichos recursos bajo un supuesto plan de ordenación que, a la luz de los hechos, parecía más un plan de devastación.
La decisión de dar carpetazo anticipado al contrato se justificó, según la versión oficial, por la existencia de una “problemática social y ecológica” en la reserva. Al parecer, tras años de explotación, alguien se percató de que talar sin control generaba ciertos “inconvenientes” que hacían “inviable” la continuación del Plan de Ordenación y Manejo Forestal y el cumplimiento contractual. No obstante, y aquí viene la perla, una “evaluación previa” había determinado, con sorprendente benevolencia, que las contraprestaciones económicas a favor de la República habían sido “cumplidas satisfactoriamente” por la empresa. Vale preguntarse qué clase de satisfacción puede generar el pago de unas migajas a cambio de la destrucción de un ecosistema.
El convenio de resolución, rubricado el 7 de febrero de 2011, estableció que todos los bienes y mejoras ejecutados por Aserradero El Manteco, C.A. en el área pasarían a ser propiedad de la Nación, sin que mediara pago o indemnización alguna para la empresa. Entre los “activos” transferidos se contaban unas 6.640 hectáreas de plantaciones forestales, 83 kilómetros de vialidad primaria y 222 de secundaria (perfectas para seguir extrayendo lo poco que quedara), además de rodales, huertos semilleros e infraestructuras administrativas y campamentos, todo ello “libre de gravámenes”. Hasta el Plan de Ordenación y Manejo Forestal completo fue cedido, quizás como recuerdo de una época de vacas gordas y árboles talados.
Este “magnánimo” acuerdo también resolvió una “pequeña” obligación pendiente de Aserradero El Manteco, C.A.: la repoblación de 167,39 hectáreas afectadas por invasiones. La empresa “compensó” al Ministerio con la irrisoria suma de 252.608,00 bolívares, abonados en dos cómodos pagos. Un precio de ganga por la “molestia” de reforestar.
Es digno de mención que el Ministerio del Ambiente ya había tomado posesión formal de la Unidad de Manejo y sus instalaciones el 12 de noviembre de 2010, adelantándose a la firma definitiva del convenio.
Con la firma de este acuerdo y el “cumplimiento” de sus términos, ambas partes se dieron por satisfechas, declarando saldado el compromiso de repoblación y manifestando, con alivio mutuo, no tener más reclamaciones pendientes. Un borrón y cuenta nueva para los Gaspard.
El Convenio de Resolución por mutuo acuerdo vio la luz pública en la Gaceta Oficial de la República Bolivariana de Venezuela el martes 17 de mayo de 2011. El documento llevaba las firmas del entonces Ministro del Poder Popular para el Ambiente, Alejandro Hitcher Marvaldi, y del inefable Antoine Gaspard Fayad, presidente de Aserradero El Manteco, C.A., cerrando así, con un apretón de manos, su capítulo venezolano.
Así terminaba, al menos en los papeles, un oscuro y vergonzoso episodio ambiental en la historia reciente de Venezuela, un episodio cuyas semillas se habían sembrado décadas atrás, bajo la sombra protectora del gobierno de Raúl Leoni.
De taladores a comerciantes, de Venezuela a Panamá: Mismos perros con distintos collares y un ambientalismo de fachada
José y Chamel Gaspard (Ilustración)
Así que, cuando el grifo de las concesiones forestales se cerró, cuando la alfombra roja del poder político les fue retirada de los pies y cuando las demandas por deudas impagas y otras lindezas legales comenzaron a amontonarse en sus escritorios, los Gaspard no tuvieron más remedio que ejecutar su “magistral” plan B. Primero, en un acto de supuesta “evolución empresarial”, reciclaron sus centros de distribución maderera, antes eslabones de la tala, en flamantes centros comerciales y empresariales. Y luego, cuando el terruño venezolano se les hizo demasiado caliente, emprendieron una estratégica “emigración” hacia las más acogedoras tierras panameñas. Una huida disfrazada de reinvención.
Dicen por ahí que árbol que nace torcido, jamás su tronco endereza, y el caso de los Gaspard parece confirmar el refrán con creces. En Panamá, lejos de haber aprendido alguna lección de humildad o legalidad, los hermanos Gaspard Morell han desempolvado su viejo manual de operaciones, recurriendo, cómo no, al siempre útil tráfico de influencias para aceitar la maquinaria de sus nuevos negocios. Y no solo eso, sino también para esquivar la incómoda posibilidad de ser extraditados a Venezuela. Resulta que su país natal los reclama con alertas rojas de Interpol, pero esta vez no por sus hazañas madereras, sino por otros “emprendimientos” en los que, según se les acusa, timaron a incautos inversores con la promesa de inmuebles de ensueño, bosques tan ficticios como su reputación y la venta de facturas impagas de la petrolera estatal venezolana, PDVSA. Un portafolio de “éxitos” bastante diversificado.
Durante décadas, los Gaspard dedicaron más esmero y recursos a cultivar sus relaciones con los gobiernos de turno en Venezuela –especialmente con los solícitos jerarcas de Acción Democrática– que a cuidar los bosques y selvas que con tanto ahínco deforestaron. Por eso resulta, cuanto menos, una burla cósmica, una ironía que clama al cielo, que ahora en Panamá, por ejemplo, Eva, la hija de José Gaspard Morell, se pavonee como una “prominente naturalista y ambientalista”. Una conversión milagrosa, sin duda, si se considera el monumental daño ecológico que su abuelo paterno y su propio padre infligieron a Venezuela, todo en nombre de una ambición de riqueza tan desmedida como su desprecio por el medio ambiente.